Notas estocásticas |||

Autorretrato (à la Levé)

Cuando estoy muy enojado pierdo la voz. Cuando estoy muy feliz, también. No recuerdo la ultima vez que sentí vértigo. A veces, extraño el desamor como si se tratara de algo bueno. Me cuesta comer solo en restaurantes. Una sola vez fui solo al cine. Fue suficiente. Desconfío de mi capacidad de ser memorable. Si soy antipático es porque estoy ansioso. No me interesa suicidarme pero pienso seguido en la muerte. Dos veces perdí la cabeza por alguien. Prefiero el frío al calor. Antes me gustaban más los atardeceres a los amaneceres pero eso está cambiando. Prefiero lo salado a lo dulce. Me gusta el chocolate pero nada «con gusto a chocolate». Me llevó varios años aceptar que no me gusta el té. El café, por otro lado, es indispensable. No soy snob al respecto. Mi política es que cualquier café es mejor a ningún café. Me doy cuenta que con los años, me aburgueso cada vez más. Me cuesta perdonar. Olvido más fácil de lo que perdono. El rencor se asienta en la memoria del tejido graso. No me mantengo en contacto con viejos amigos tanto como debería. Si no veo a alguien seguido siento que no puedo demostrarme su existencia. Se me dificulta aceptar las demandas del afecto. Cuando me gusta mucho una canción me imagino cantándola en público. Entre dos personas, donde una me interesa más que otra, es probable que sea mucho más simpático con quien no me interesa tanto. Es fácil ser cruel cuando estoy nervioso. No recuerdo haber llorado en público de adulto. Sólo recuerdo una vez en que hice llorar a alguien. Fue por un gesto. Me sorprendió mi propia falta de empatía. Me han leído la mano dos veces. La primera vez no creí nada. La segunda, sí. El tarot, dos veces, también. Sospecho que mi madre tuvo otra familia antes de tenerme. Nunca lo sabré. Tengo tres tatuajes. Aprendí a andar en bici a los 16. Soy hijo único y se nota. Tengo dos medios hermanos. No nos hablamos. Creo que el desinterés es mutuo. Tengo un umbral del dolor bajo. Creo que estamos en época de pre-guerra. Abandonarlo todo me produce placer. Se volvió un problema pero ahora está bajo control. Las demostraciones de afecto me ponen incómodo. Las fiestas de navidad y año nuevo me abruman. A veces, disfruto ser abogado del diablo. A veces, soy gracioso. Generalmente, sin intensión. La relación con mi cuerpo es complicada. Lo cuido pero más por temor que por otra cosa. Es mejor no saber sobre enfermedades. Tengo el tabique desviado. Nunca me quebré un hueso. Siempre me dio la impresión de que quienes se quebraron de chicos tuvieron una infancia apropiada. La mía no lo fue. Desde que me sacaron el apéndice pienso que si no fuera por los logros de la civilización ya estaría muerto. El mayor dolor que tuve fue antes de que me sedaran. Antes de eso había sido una visita al dentista. El número tres en el podio del dolor fue una inyección de penicilina. Estoy convencido de que mi cuerpo es el resultado de lo que tendrían que haber sido dos personas distintas. En mi cabeza, el pelo crece espejado, hacia el centro. En medio de la cabeza, un hachazo invisible donde chocan las dos corrientes. Ensamblado. Dos mitades similares delatan su semi-autonomía desde las funciones del sistema endocrino. Podría decirse que un lado creció primero que el otro. En la pubertad, había días en que mi voz se hacía progresivamente más grave hasta que, en un momento, desaparecía por completo. Justo antes de perderla, a través de mí, hablaba un trueno. Es lo único que extraño de ser púber. Deseaba que la voz, un día, se quedara conmigo para siempre. Pero no pasó. Nunca más hablé trueno. Muchos años después, intenté hacer un voto de silencio por 24 horas. Fracasé porque no podía parar de hablar conmigo mismo. Cuando estoy levemente enfermo o resfriado, me siento libre. La voz gangosa y quebrada, la nariz irritada, el pelo salvaje, los ojos afiebrados: en un síntoma inocuo, el vehículo del ser. Rafael Sanzio murió de un resfriado. Me pregunto si se sintió libre mientras se ahogaba en la flema y la fiebre. La flema y la fiebre, una obra homenaje a Faulkner. Mi esposa es técnicamente la última de mis ex-novias o la más reciente, también. Cuando empezamos a salir me presentó a su mejor amiga. Hablaban de hacer versiones zombie de Macbeth y de Hamlet. Su amiga sugirió que a mí me vendría muy bien hacer de Laertes. Fue el insulto más elegante que me han hecho en la vida. Me parece que ir al cine es entregarse voluntariamente a un sutil acto de coerción. Desconfío de la autoridad, pero me atrae el poder. En la adolescencia, dibujar mapas me excitaba. Me cuesta mucho creer en las casualidades. He vivido en tres países. En pocos lugares me he sentido como en casa, ninguno de ellos es donde crecí. La sinceridad abrasiva de los alemanes me parece útil pero antiestética. Prefiero a los franceses. De viajar me gusta todo excepto el acto propio de viajar, el desplazamiento de un lugar a otro. El peor de mis sentidos es el de la orientación. Mi memoria tampoco es buena. Me cuesta recordar mi infancia. La revivo a través de imágenes que se han ido estilizando con el tiempo y que poco tienen que ver con los objetos y los lugares a los que alguna vez hicieron referencia: un camino de tierra seca, un árbol demasiado alto de fruto verde y grotesco, un camino de tierra entre plantas y arbustos, un extractor de aire, el zumbido eléctrico que ensordecía los primeros besos, otro árbol de resina espesa, una iglesia, otra iglesia, un cristo retorcido, un cementerio antiguo; una casa amarilla es el símbolo más grave. Muchos recuerdos son indirectos: recuerdo que recordaba algo en vez de recordar ese algo en sí. Nunca me acuerdo las fechas de los eventos. Todo mi pasado es una masa informe sólo clasificable entre lo que pasó hace poco y lo que pasó hace mucho. No hecho de menos casi nada del pasado. Planear el futuro me parece un acto de fe casi imposible. Percibo que estoy condenado a vivir el presente. Cuando era chico el cinto con el que me pegaban tenía nombre y apellido. El olor a madera quemada me da ansiedad. El olor a tabaco y perfume, en un día frío, me reconforta y me da nostalgia. Alguna vez fui pirómano pero, de un día a otro, dejé de serlo. Dos veces aluciné de fiebre. La menor cantidad de tiempo que me gustó mucho alguien duró exactamente una frase. Una vez terminó de hablar, murió el deseo. Más tarde le pedí que repitiera lo que había dicho antes. Ya no fue lo mismo. A veces me olvido de comer. La cotidianidad me parece el reto más grande. Creo que la historia no es lineal. Desconfío de quien me halaga a menos que sea parte del juego. Una vez soñé que era otra persona. Al principio, me veía en un espejo con incredulidad pero en muy poco tiempo no sólo empecé a aceptar mi nuevo rostro, sino que empecé a sentir que siempre había sido así. Me encantan las montañas rusas. Mi reacción a los fuegos artificiales me hace creer que en otra vida morí en alguna guerra.

{Inspirado en Autorretrato de Édouard Levé}

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